sábado, 28 de diciembre de 2013

DEME PASTILLAS PARA NO SOÑAR

Hace unos meses, entré en una farmacia, siendo la última de las cuatro mujeres que esperábamos para ser atendidas. No soy indiscreta, ni me gusta escuchar conversaciones ajenas, si bien dado que el local era pequeño, fue inevitable. La primera de ellas, pidió Trankimazin, y las demás, compramos Lexatin. Al salir de allí pensé en lo mal que estaba el mundo cuando cuatro personas comprábamos ansiolíticos. Ni una aspirina, ni Betadine, ni una triste caja de tiritas. No, ansiolíticos como quien compra caramelos Ricola sabor de los Alpes.
Desconozco los motivos por los que cada uno de nosotros necesitamos tomar algún medicamento, salvo los míos, pero muy probablemente, es porque a veces, cuando todo nos sobrepasa, quisiéramos poner la cabeza en modo off y pedir en la farmacia aquello que ya cantaba Sabina hace años “pastillas para no soñar”…o para no pensar. Muchas veces corremos y no sabemos hacia donde, como si nos inocularan una energía sobrenatural, que nos pone el corazón a cien, para, tras un día sin apenas pensar, intentar conciliar el sueño pasando de cien a cero en segundos. Y entonces, al pararte tras el desenfreno, repasas lo que has hecho durante el día, tus obligaciones del día siguiente, o simplemente analizas tu vida, te asaltan los miedos que se magnifican en la oscuridad y asumes que no hay momento bueno para soñar, aunque sea despierta.
Con la que está cayendo, y con esto me refiero, entre otras cosas, ajenas a uno imposibles de controlar, al estado general de la vida ( el paro, desahucios, corrupción, recortes…) puedo entender la desazón y el desencanto generalizado, la falta de esperanza y la depresión, el no encontrar una salida clara y próxima a todo lo que nos supera y nos angustia, y seguramente, comprar unas pastillas pueda ser la última opción para no caer en un pozo sin fondo. Si todo esto lo aderezamos que pese a que hay quienes por suerte, no carecen de lo más elemental, pero sí de estímulos, de afectos, de esa soledad que se convierte, paradójicamente en tu única compañera y compañía, no es de extrañar que intentemos paliarla con algún derivado del diazepam mientras nos bebemos un vaso de leche caliente de pie en la cocina a la vez que hacemos zapping, sin ser muy conscientes de lo que vemos en televisión, porque francamente, nos da lo mismo.
De las múltiples veces que he visto la película “ La historia interminable”, hay un diálogo que me gusta especialmente y que a continuación reproduzco:
“- Niño tonto, no sabes nada de la historia de Fantasía. Es el mundo de las Fantasías humanas. Cada parte, cada criatura, pertenecen al mundo de los sueños y esperanzas de la humanidad. Por consiguiente, no existen límites para Fantasía...
- ¿Y por qué está muriendo entonces...?
-Porque los humanos están perdiendo sus esperanzas y olvidando a sus sueños. Así es como la Nada se vuelve más fuerte.
- ¿Qué es la Nada?
-Es el vacío que queda, la desolación que destruye este mundo y mi encomienda es ayudar a la Nada.
- ¿Por qué?
-Porque el humano sin esperanzas es fácil de controlar y aquél que tenga el control, tendrá el Poder.”
Que no nos engulla la Nada, que nadie nos quite los sueños, ni la esperanza. Ni tan siquiera esas pastillas para no soñar, para no sentir, para sobrevivir. Lo único que nos hace libres es la imaginación, podemos pensar en lo que queramos, en lo que quisiéramos ser, en lo que anhelamos, sin más límite que nosotros mismos y nuestros temores. Aunque la experiencia me dice que para superarlos, hay que enfrentarse a ellos, en la oscuridad de la noche, en el abismo de la soledad, en el subconsciente tenebroso que acallamos todos los días por temor a escuchar lo que no queremos oír. El miedo nos paraliza, nos anula, nos insensibiliza. Y el ser humano con miedo y sin esperanzas, deja de ser humano para convertirse en un autómata.


miércoles, 25 de diciembre de 2013

MAÑANA ES SOLO UN ADVERBIO DE TIEMPO



 Mi abuelo materno tenía un reloj de pared, herencia de mi abuela que vino desde Cuba, al que semana tras semana, daba cuerda con mimo y ajustaba para que no se parase. Recuerdo aquel reloj con sus campanadas, y lo recuerdo porque cuando yo vivía en la casa familiar, me despertaba cada hora aquel sonido rebotante en las paredes que se hacían eco del paso del tiempo, para finalmente, acostumbrarme a su sonido musical y al tic tac del segundero. Sin embargo, cuando él enfermó, ya nadie le dio cuerda al reloj, el reloj se paró y lo hizo para hizo siempre.

Mi padre tenía un reloj de su padre, de esos de bolsillo con cadena, de plata, un Omega que trajo para casa cuando vino de  uno de los viajes de Badajoz, al que daba cuerda para que no se parase y retomase el tiempo que se paró, como si pudiéramos avanzar los segundos y minutos no vividos, y él fuese el relevo natural de su padre.
 
Cuando mi padre se jubiló, sus compañeros de trabajo le regalaron un reloj. Poco antes de su fallecimiento, me lo enseñó en su muñeca y me dijo: “mira, el segundero funciona de cinco en cinco segundos” y yo bromeé diciéndole que era para ahorrar la pila.
El día de su incineración me lo puse pese a que me quedaba algo grande, por la necesidad de sentir algo suyo y no pensar que le perdía para siempre. Curiosamente, al día siguiente, el reloj se paró.
 
Los relojes se paran cuando sus dueños se van. Se paran para que sus hijos sigamos dándoles cuerda o cambiándoles la pila. Se paran para que tomemos el relevo del tiempo que nos dan y nos dejan al marcharse, para que continuemos con nuestra vida retomándola desde que el reloj se paró. Lo llevé a una joyería y le puse pila nueva. Hoy marca los segundos y las horas perfectamente, aunque el número que señala los días lo hace con uno de retraso. Quizá fue ese el día que me faltó para despedirme y que no tuve. O quizá porque nos hace falta borrar determinado día del calendario de la vida para que no se repita jamás. O que el tiempo es tan relativo, que no lo marcan las horas ni los minutos ni los segundos de un reloj, sino nosotros en nuestros diferentes período de vida, con nuestros ritmos o experiencias.

Porque como decía Serrat, “ juega las cartas que le da el momento, “mañana” es solo un adverbio de tiempo. “