domingo, 7 de agosto de 2016

LOS AMANTES

“Amanece en los carros de basura,
Empiezan a salir los ciegos,
El ministerio abre sus puertas.
Los amantes rendidos se miran y se tocan
Una vez más antes de oler el día.

Ya están vestidos, ya se van por la calle.
Y es sólo entonces
Cuando están muertos, cuanto están vestidos,
Que la ciudad los recupera hipócrita
Y  les imponen los deberes cotidianos. “
Los amantes- Julio Cortázar



La luz se abre camino entre las cortinas. Pronto amanecerá. En silencio le mira. Duerme plácidamente y sin embargo, ella es incapaz de dormir. Le observa en la penumbra de la habitación de hotel, la misma de siempre, la de los besos furtivos y mensajes a deshora para robar tiempo a la rutina. “ Tengo tres horas para verte”. Apenas unos segundos usurpados al tiempo. Reubica citas, inventa excusas, improvisa disculpas, racionaliza sus pasos para intentar salir de su cárcel vital y sentirse libre unos instantes. Al principio todo era más elaborado. Cuando llegaba, él había preparado la habitación para hacerla menos siniestra y soez. Reubicaba los muebles, improvisaba una pequeña pista de baile y le hacía sonreír para paliar el sentimiento de culpa de mentir a los demás y lo que era peor, a sí misma. “ No pienses, no te mortifiques, solo siente. Ahora no hay nadie, solos tú y yo”. Y se dejaba llevar por el embriagador olor de su perfume y sus caricias ardientes. El champán adormecía los sentidos y su aliento era el aire que respiraba.

Nunca le pregunta qué piensa. Intuye que lo mismo que a ella. Por qué no son valientes.  Por qué se conforman con la infelicidad y no se rebelan ante ello, para no lamentarse algún día, del tiempo perdido y no disfrutado. En qué momento dejaron de ser ellos para convertirse en unos autómatas con horarios programados, citas por compromiso, agendas escolares, trabajos alienantes, parejas sin sentimientos, compañeros de piso que no de cama. En qué punto se convirtieron en sociedades mercantiles donde los bienes son lo que les vinculan, obligaciones con otras personas que ni les importan y dejan morir lo único que un día les unió a sus respectivas parejas. A dónde se fueron los sueños, el ideal de vida en común, compartir confidencias, amistades, actividades, afectos y la complicidad. Evitan hacerse preguntas porque no gustan las respuestas, las que ya saben pero no se atreven a pronunciar en voz alta. Decir “se acabó” es devastador, el  fracaso de un proyecto de vida en común, romper con el pasado para tener un presente y un futuro, pero las cadenas son tan profundas y difíciles de romper…que inventas una alternativa para seguir viviendo.

En esa habitación de hotel son auténticos. Conectan con su verdadero yo, ese que se desprende de la ropa pero también del disfraz, que mira y ve una mirada como la suya, tan perdida y deseosa de afecto que abduce hasta perderse en sus respectivos ojos. Unas manos acarician sus cuerpos que reviven, sacándose las telarañas. Las bocas se besan después de años de que nadie lo hiciese, salvo un beso con desgana al llegar a casa. No hay reproches, no hay promesas que no se puedan cumplir, no hay cadáveres en las espaldas, ni hijos ni obligaciones. Solos él y ella, en una noche de suspiros y cuerpos desnudos que ya no ocultan su edad ni sus imperfecciones y sin embargo, parecen tan perfectos…Cicatrices del pasado que acarician explorando como las muescas en el tronco de un árbol.

Apoya la cara sobre la almohada. Mira su cara. Le acaricia. Él abre los ojos y sonríe. Siempre sonríe. Sonríe con un poso de tristeza, la de la esperada despedida. La de no saber si esa noche será la última. La del adiós que nunca te dices del todo. La de ser preso de los convencionalismos  y la hipocresía.  La de apariencia de familia feliz y la cárcel en la que vives porque tu voluntad es débil  y no es capaz de moverse del camino trazado por otros. La del temor a ser descubierto, pero pese a ello, no poder prescindir de esos encuentros furtivos porque necesita desesperadamente tomar oxígeno para seguir con la vida idílica que ha creado y que no es más que una mentira, de las muchas que se cuenta cada día para seguir viviendo. Y solo entonces, cuando cruza el umbral de la puerta de esa habitación, la misma de siempre, se quita la alianza, la máscara y el traje, recupera su esencia para permitirse la licencia de sentir sin más, sin remordimientos, desnudos los cuerpos y las almas. Ella también le mira. Pero no sonríe. Porque un corazón roto no puede sonreír ni siquiera fingiendo. Allí no se finge. Allí no.


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