sábado, 10 de septiembre de 2016

DONDE EL TIEMPO SE DETIENE

                                 

“Tus recuerdos son cada día más dulces
el olvido solo se llevo la mitad
y tu sombra aún se acuesta en mi cama
con la oscuridad entre mi almohada y mi soledad”
LUCÍA- JOAN MANUEL SERRAT


Donde el tiempo se detiene y se escuchan aún los ecos de las voces que allí habitaban. Los olores aun persisten, los objetos tan queridos apoyados en la repisa del mueble que duermen esperando a que les quiten la pátina de polvo de tantos años ignorados. Es extraño que en algún momento, hubiéramos vivido allí. “ Fueron los mejores años de mi vida” dijo mi madre con nostalgia contenida.  “Fueron”… como si no hubiese futuro ni la esperanza de que la sonrisa aflore sincera en algún momento de este presente que nos ha tocado vivir. Fueron buenos años, aunque también lo fueron los anteriores, en aquellas casas que llamamos hogar, porque el hogar no es otro que aquel donde están los que nos importan.  Es cierto que las casas hablan y te arropan o te desazonan al entrar en ellas. Algunas te dan escalofríos, otras son mero tránsito, o te acogen con abrigo y se convierten en tu refugio. Yo, que he dormido en tantas casas y a veces no sabía en cual me despertaba, sí recuerdo con pena dos de ellas donde por fin, pudimos asentarnos tras años de vida nómada desde que nací un otoño en el frío Madrid. Seguramente esos primeros meses dónde los pañales tendidos se congelaban, marcaron para siempre esa permanente sensación de frío que nunca se pasa y que traje desde allí para aclimatarme al orballo gallego y a esa humedad que no cesa, que se queda a vivir en tus huesos durante los largos meses de invierno. He pasado tanto frío que mis dedos se llenaban de dolorosos sabañones que me impedían escribir y doblarlos con normalidad. Pero cada año de frío se aclimataba con el abrazo de unos padres que llegaban a altas horas de la noche de trabajar jornadas interminables y no era la primera vez que los tres comíamos un caldo bien caliente a las tantas de la mañana. Qué bien sabía aquel caldo y qué bien estábamos en aquella casa antigua de escaleras de madera y ventanas que se batían los días de temporal. Siempre éramos tres, desde que mi padre le envió aquella carta a mi madre seis meses después de que se despidieran en Madrid. La distancia no era tanta aunque fuera Coruña - Badajoz. La distancia solo son kilómetros, pero no separa a quienes quieren estar juntos.  Y quiso el destino, ese que a veces tiene extraños caprichos, que la carta se extraviase y no llegase por estar mal la dirección. Y el destino quiso también que un vecino que la recogió y reconoció el apellido, se la diese a mi madre. Allí empezó todo, porque la distancia no era el olvido, que ya lo decía el bolero y recordó mi padre al principio de la carta, la distancia no existe cuando el pensamiento se empeña en recordar y el corazón en no olvidar.

La casa aun huele a él. Se nota al entrar en su habitación. Y si cierro los ojos aun soy capaz de escuchar su voz, su carraspeo, huelo el tabaco que después dejó de fumar, siento su caminar por el pasillo, y le imagino allí, tumbado en el sofá viendo el televisor. Aquellas paredes que pronto dejarán de ser nuestras lo recuerdan todo. Nos recuerdan, como una película en color sepia, tan buenos momentos de los 8 años que vivimos allí.  Y también nos recuerda que la vida es un mero tránsito, que nada es para siempre. Así que quitaremos la pátina de polvo, recogeremos los restos de aquellas vivencias, diremos adiós a los años que fueron y no volverán. Cerraremos la puerta para siempre pero guardaremos en el corazón  la más bella historia de amor que se retomó por una carta extraviada y que pronto se llevará el viento a ningún buzón, como cantaba Serrat.

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